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La inseguridad alimentaria en Guatemala:

un drama humanitario que se puede evitar

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A pesar de albergar más del 70 por ciento de la diversidad biológica del planeta y de ser uno de los 18 países reconocidos como megadiversos por el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), Guatemala tiene la cuarta tasa más alta de desnutrición crónica en el mundo y la más alta de América Latina y el Caribe, según datos de La Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID). Además, en la actualidad aproximadamente el 50 por ciento de los niños y niñas menores de cinco años sufren retraso en el crecimiento debido a la inseguridad alimentaria crónica, siendo las áreas indígenas las más afectadas, ya que un 70 por ciento de la población indígena padece actualmente desnutrición crónica. Por tanto, no solo se trata de una problemática que afecta a la niñez, sino a familias y comunidades enteras. Tal y como señala Omar Jerónimo donde hay un niño o niña con desnutrición crónica, hay una familia con problemas alimentarios.

 

El derecho humano a una alimentación adecuada, forma parte del catálogo de derechos reconocidos por el Estado de Guatemala desde todos los ámbitos legales - internacional, constitucional y de legislación ordinaria -, por lo que el Gobierno tiene la responsabilidad de garantizarlo a toda la población guatemalteca. Además, el Estado de Guatemala cuenta con una amplia estructura institucional que debería presumir grados aceptables de vigencia y efectividad de dicho derecho.

 

Sin embargo, la realidad muestra que garantizar el derecho a la alimentación de la población guatemalteca no es una prioridad para el Estado de Guatemala, aún teniendo, desde el año 2013, una condena por violar el derecho a la alimentación de cinco menores de Camotán, departamento de Chiquimula. En dicha condena se obligaba a diez instituciones gubernamentales a tomar 26 medidas específicas para restaurar los derechos humanos violados. No obstante, Mavelita Interiano, una de las menores que tenía una orden judicial a su favor para que se le garantizara el derecho a la vida, murió en agosto de este año ante la gravedad de su estado de salud por desnutrición crónica. Este caso no es un hecho aislado, si no la punta del iceberg de un drama colectivo, tal y como muestran los datos publicados por el Centro de Reportes sobre Guatemala (CERIGUA): En lo que va de año el Ministerio de Salud Pública y Asistencia Social reportó que hasta el 16 de septiembre pasado 9 mil 547 menores de cinco años fueron atendidos por desnutrición aguda; la cartera de salud reportó también que hasta el 9 de septiembre, 77 niñas y niños habían fallecido por desnutrición.

 

Dada la alarmante tasa de casos de desnutrición en Guatemala, es preciso saber que dicha enfermedad actúa como un círculo vicioso, dado que las mujeres desnutridas tienen bebés con un peso inferior al adecuado, lo que aumenta las posibilidades de desnutrición en las siguientes generaciones. La desnutrición aguda aumenta significativamente el riesgo de muerte y la desnutrición crónica tiene consecuencias irreversibles que se harán sentir a lo largo de la vida de la persona, ya que aumenta el riesgo de contraer enfermedades y frena el crecimiento y el desarrollo físico e intelectual de el o la menor. La limitación de su capacidad intelectual y cognitiva afecta su rendimiento escolar y la adquisición de habilidades para la vida, coartando por tanto, la capacidad de la o el menor de convertirse en un adulto que pueda contribuir, a través de su evolución humana y profesional, al progreso de su comunidad y su país. Por ello, cuando la desnutrición se perpetúa de generación en generación se convierte en un serio obstáculo al desarrollo y su sostenibilidad, según datos del Fondo de Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF).

 

A la luz de un panorama tan desalentador, se hace necesario ahondar en las causas que lo provocan, más aun cuando Guatemala cuenta con una amplia gama de bienes naturales, así como recursos gubernamentales destinados a garantizar el derecho a la alimentación. Según sostiene el científico guatemalteco César Azurdia el fondo del asunto es que esa riqueza no está distribuida de manera justa, porque el nuestro es uno de los países más desiguales en cuanto a la distribución de sus recursos. Lo que sucede es que esa biodiversidad es empleada por las naciones desarrolladas, las que le dan un valor agregado que queda allá y, a veces, regresa, pero se debe pagar muy caro, por ejemplo, las semillas mejoradas y las patentes. Nosotros también podemos tener un buen maíz pero ¿qué disponibilidad de tierra tienen nuestros agricultores? Una cuerda, dos cuerdas… si es que tienen, entonces de qué sirve esa riqueza si no hay dónde desarrollarla. Es un tema que va más allá de la biodiversidad, es cuestión de políticas, estrategias, distribución de recursos y justicia.

 

Omar Jerónimo, que acompañó a las familias de Camotán durante el proceso de denuncia por la violación del derecho a la alimentación, coincide en este punto cuando dice: la principal causa de la inseguridad alimentaria se debe a la inexistencia de políticas públicas que protejan y promuevan las capacidades y las formas de las familias para alimentarse por sí mismas. Esto es fundamental y pasa porque luego tienes desregulaciones en materias económicas, ambientales, en tema de derechos de la población a su propiedad, a definir su propio desarrollo. Además también señala la importancia del artículo 11 del Pacto Internacional de los Derechos Económicos, Sociales y Culturales cuando dice que el derecho a la alimentación está planteado como algo inherente a la población y que debe garantizar el Estado, y en su comentario 12 del artículo 11 nos plantea cuáles son las formas de acceso a la alimentación: una de ellas es el acceso a través de la compra de alimentos porque eres una persona asalariada; otra es producir tus propios alimentos, y ese es el caso de la población rural y campesina. El Estado habla de la seguridad alimentaria, pero cuando la aborda lo hace a corto plazo, con programas insuficientes, no transformadores, pero que además vulneran las capacidades y la creatividad de la población para alimentarse por sí sola, y eso vulnera los derechos humanos como tales.

 

Otra de las principales causas de la desnutrición crónica es la falta de acceso a la tierra y al agua potable por parte de las poblaciones campesinas, ya que como señala Norma Sancir, muchas poblaciones fueron arrasadas durante el conflicto armado, unas pudieron regresar con tierras, otras no y a otras se las arrebataron. Por lo que una de las principales causas es la guerra y el despojo de tierras por parte del Estado y sus diferentes gobiernos militares. Entonces, el problema no es solo que las tierras están en manos de los finqueros, sino que tienen las mejores tierras, las vegas que están en la rivera del río donde se puede cosechar hasta tres veces al año porque tienen acceso al agua. Pero las comunidades, que están arriba en la montaña, tienen que esperar la lluvia y sufren las consecuencias del cambio climático de la zona y a nivel global. Los pocos nacimientos de agua existentes, son los que sirven como agua potable y que en la época de verano se secan. Las mujeres tienen que caminar hasta tres o cuatro kilómetros para traer el agua. Cuando las quebradas se secan sí hay problemas de agua, por lo que cuando alguien quiere tener un poquito de terreno para sembrar se generan conflictos. El problema del agua se convierte en un problema para la nutrición y para la paz comunitaria.

 

Esta escasez de agua también se debe a la deforestación, fruto de la tala inmoderada de árboles provocada, en gran medida, por la acción incontrolada de empresas madereras, ya que como señala César Azurdia la pérdida de bosque es alta, por más que se desarrollan programas de financiamiento como el que ejecuta el Instituto Nacional de Bosques, no se logra recuperar la tasa perdida. La reforestación no es conservación de biodiversidad porque se cultivan árboles de una sola especie y un bosque no está compuesto por una sola, es un ecosistema. Cuando talamos también acabamos con árboles, hierbas, insectos, arbustos, animales, bacterias y microorganismos. Cuando sembramos árboles se restablece un ecosistema frágil, porque un solo cultivo nunca va a restituir una montaña.

 

Otro grave problema que impacta en el acceso a la tierra de las comunidades, es el de los monocultivos industriales - palma africana y otros -, que se han expandido en diversas regiones del país de forma muy preocupante durante los últimos años. Según El Movimiento Mundial por los Bosques Tropicales (WRM), una de las regiones con mayor incremento de monocultivos es el municipio de Sayaxché en Petén, donde las empresas han definido las tierras como óptimas para la producción de palma africana y donde las familias que se resisten a vender van quedando rodeadas por las plantaciones de palma. Al comprar las tierras, las empresas cierran las servidumbre de paso, impidiendo a los y las vecinas acceder a sus propias tierras por los caminos que tradicionalmente utilizaban para sacar sus cosechas, obligándoles así a utilizar otros más largos o que no están en las condiciones adecuadas, lo que implica horas de camino a pie para llegar a su destino. Esto hace casi imposible entrar a los predios para cultivar y salir para vender las cosechas o comprar los insumos básicos. Además, el campesinado sufre otras múltiples presiones que pretenden empujarlo a abandonar y vender sus tierras, habiéndose reportado quemas y fumigaciones de parcelas y cultivos, así como el robo de cosechas.

 

La inequidad en el acceso y propiedad de la tierra afecta especialmente a las mujeres rurales. Según la Red Centroamericana de Mujeres Rurales Indígenas y Campesinas (RECMURIC) las mujeres apenas poseen el 15 por ciento de la tierra en Guatemala, lo cual tiene consecuencias nefastas para ellas, sus familias, sus comunidades, y el país en su conjunto: La falta de tierra impide a las mujeres acceder a otros recursos y servicios esenciales como el crédito y la asistencia técnica. Sin una parcela que aportar como garantía no es posible obtener un préstamo formal. También las excluye de la mayoría de los programas estatales de inversión productiva y asistencia técnica, que a menudo exigen contar con tierra propia donde desarrollar la producción. Por otro lado, la tierra es uno de los principales factores que condicionan las relaciones de poder. Se ha demostrado que una mujer sin tierra está más subordinada al hombre y participa menos en las decisiones familiares y comunitarias. Al no contar con bienes propios su posición de resguardo es más débil, lo que la hace más vulnerable a la violencia machista. Por el contrario, cuando las mujeres ejercen su derecho a la tierra se ven fortalecidos otros derechos, aumenta su autoestima y la aceptación social. Dadas las escasas posibilidades que tienen las mujeres rurales de obtener ingresos propios, la posesión de un activo como la tierra se traduce en un cambio significativo que les permite avanzar en su autonomía económica. Se ha demostrado que esto además repercute en el bienestar de las familias ya que cuando las mujeres deciden sobre el gasto familiar priorizan la inversión en alimentación, salud y educación. Pero más allá del beneficio personal y familiar, ampliar el acceso de las mujeres a la tierra y otros activos productivos, así como a la asistencia técnica y financiera mejoraría la productividad agrícola hasta un 30%, lo que ayudaría a erradicar el hambre y la pobreza rural. Permitiría disponer de más alimentos y a menores precios en el mercado, contribuyendo a alcanzar la soberanía alimentaria. Y además mejoraría los niveles de empleo y de ingresos en las economías locales.

 

La inseguridad alimentaria y sus consecuencias, conforman una problemática de gran magnitud en la que urge un solido compromiso y acción por parte del Estado que garantice los derechos que se están vulnerando. Sin embargo, esto aun está por llegar, generándose un vacío que, con gran esfuerzo y enfrentando riesgos y amenazas, defensores y defensoras de derechos humanos intentan llenar acompañando a las poblaciones más desfavorecidas en la reivindicación de sus derechos en general, y del derecho a la alimentación en particular. Sin embargo, esta labor de valor incalculable se ve amenazada en contextos donde la hostilidad y violencia hacia las y los defensores de derechos humanos está muy presente, especialmente cuando se producen resoluciones judiciales a favor de comunidades y pueblos indígenas.